El feminismo ha sido una herramienta de resistencia y transformación, pero en mi camino, he descubierto que también es un acto profundamente espiritual. No puedo separar mi feminismo de mi espiritualidad porque el patriarcado no solo ha oprimido cuerpos, sino también almas. A lo largo de la historia, ha habido un esfuerzo sistemático por quitar la santidad y satanizar al sagrado femenino, arrancándolo de los mitos, las religiones y la memoria colectiva.
Recordemos a Asherah, la antigua diosa cananea, considerada la esposa de Yahvé en algunos textos primitivos. Su culto fue erradicado de la tradición judeocristiana, convirtiéndola en un secreto incómodo dentro de la historia de Israel. Suprimida de las escrituras y de la adoración popular, su existencia quedó reducida a fragmentos dispersos en antiguos textos y vestigios arqueológicos.
Lo mismo ocurrió con María Magdalena, cuyo papel en la historia fue distorsionado por siglos. De discípula y líder espiritual, fue reducida a la figura de la “pecadora arrepentida”, una narrativa que servía al propósito de desacreditar su influencia dentro del cristianismo primitivo. Solo en tiempos recientes la historiografía y la espiritualidad han comenzado a devolverle su verdadero lugar como apóstol y maestra.
Este despojo de lo sagrado femenino no es casualidad; es una estrategia de control. Si se niega la divinidad en lo femenino, se justifica la subordinación de las mujeres en todos los niveles: social, religioso y político. Durante siglos, los espacios religiosos institucionalizados han limitado el acceso de las mujeres al poder espiritual y teológico. En el catolicismo, por ejemplo, no pueden ser sacerdotisas ni ocupar los máximos rangos de liderazgo. En muchas tradiciones protestantes, aunque han avanzado en la inclusión, aún existen resistencias para reconocer a mujeres como pastoras o teólogas influyentes.
Lo mismo ha sucedido en muchas corrientes esotéricas y espirituales dominadas por hombres, donde la imagen de la mujer ha sido moldeada bajo la mirada masculina, relegándola al papel de musa, canalizadora o sacerdotisa, pero rara vez como líder con autoridad propia. La supuesta dualidad entre lo sagrado masculino y femenino ha servido muchas veces para reforzar la idea de que lo masculino es lo activo y dominante, mientras que lo femenino es lo pasivo y receptivo.
Sin embargo, en las últimas décadas, el neopaganismo y las espiritualidades alternativas han servido como refugio para recuperar lo sagrado femenino. Movimientos como la Wicca, el druidismo contemporáneo y el culto a la Diosa han devuelto a la mujer su papel de sacerdotisa, bruja y creadora de su propia realidad. En estos espacios, la divinidad ya no es un ente masculino inalcanzable, sino una fuerza viva que se manifiesta en lo femenino, en la naturaleza, en el cuerpo y en la energía de quienes la invocan.
El neopaganismo ha sido un canal para que muchas mujeres reclamen su derecho a conectar con lo divino sin intermediarios patriarcales. Ha permitido reinterpretar los mitos desde una perspectiva que honra a las diosas, a las mujeres sabias, a las brujas perseguidas y a las líderes espirituales que la historia quiso borrar. Ha sido, en muchos sentidos, una forma de resistencia y sanación.
Reclamar el sagrado femenino es un acto de rebeldía y de amor. Es reconocer que nuestras voces, cuerpos y almas son dignos de reverencia. Es conectar con la espiritualidad desde un lugar que no nos somete, sino que nos libera.
Por eso, mi feminismo es espiritual. Porque no solo busco justicia en la Tierra, sino también en el espíritu. Porque me niego a aceptar una historia en la que lo divino es solo masculino. Y porque en cada ritual, en cada oración, en cada acto de amor propio y sororidad, estoy reconstruyendo el templo que nos arrebataron.
Marcela Ferriño.