*Aquí lo leo para ti :)
Ser madre es una muerte lenta y una resurrección constante. Es despedirte de quien creías que eras para abrirte, sin mapa ni certezas, al vértigo de acompañar otra vida desde el inicio del mundo. Es mirar de frente al abismo de tus sombras para no heredarlas sin conciencia. Es un pacto con lo divino, pero también con lo salvaje, lo corporal, lo cansado. Maternar es parirse a una misma una y otra vez.
Yo no nací con la certeza de querer maternar. En mi adolescencia, me resistía a la idea del matrimonio y la maternidad, y sin embargo, esa imagen me habitaba en secreto. Me embaracé a los 16 años. A los 17 ya era madre. Y ahí comenzó un viaje sin retorno, una travesía que, aunque ha dolido, también ha florecido como ningún otro camino en mi vida.
Mi hija Mariángela nació un 10 de mayo, el Día de las Madres. El universo, con su humor sagrado, me ofrecía un espejo de lo que vendría a transformar mi existencia para siempre. Tenerla fue como abrir los ojos a otra realidad: más cruda, más exigente, pero también más sagrada. Nadie me advirtió que el juicio social sería tan brutal, ni que mi juventud se convertiría en un arma contra mi capacidad. La maternidad temprana fue mi rito de paso: doloroso, sí, pero lleno de aprendizaje.
León llegó cuatro años después, en circunstancias distintas. Para entonces ya era una mujer casada, y aunque aún joven, fui más escuchada, más validada. La experiencia de maternar a un hijo varón me abrió otra puerta: la de entender lo masculino desde la ternura, desde la escucha, desde el deseo de criar una nueva visión del hombre en el mundo.
Pero no sólo he sido madre de los que nacieron. También he sido madre de un alma que no llegó. Un aborto natural, breve en semanas, eterno en huella. Lo viví sola, sin palabras ni ceremonias, como un secreto sin testigos. Por años lo guardé en un rincón de mi memoria como un susurro. Hoy, al nombrarlo, lo dignifico.
Mi camino espiritual me ha enseñado que ser madre no es sólo alimentar o criar. Es también mirar hacia atrás, a la madre que me dio la vida, y hacer las paces. Mi relación con ella fue durante muchos años difícil, incomprendida, cargada de expectativas y dolor. Pero algo cambió cuando comencé a hacerme cargo de mí. A maternarme a mí misma. Al permitirme ver a mi madre como una mujer con su historia, sus dolores y sus propios límites. Aprendí a soltar la exigencia y a abrirme a su forma de amar, que quizá no era la que yo pedía, pero sí la que ella sabía ofrecer.
Como mexicana criada en el catolicismo, la figura de la madre siempre fue para mí la Virgen María. Pero al descolonizar mi mirada espiritual, descubrí otros arquetipos que resonaban más con mi esencia: Isis, la que revive, la que llora, la que construye. Hékate, la sabia que habita las encrucijadas. La madre que guía, pero no se impone. La que observa con amor, pero también con límites. Esa madre que acompaña sin devorarse.
En este camino también he tenido que aceptar que la maternidad no me da superpoderes. Que no soy invencible. Que como madre con autismo y TDA he tenido que aprender a regularme, a pedir perdón, a nombrar mis fallas. Que mis hijos, por momentos, fueron mis co-reguladores emocionales, y eso no les corresponde. Pero también sé que mi proceso de autoconocimiento los ha liberado. Que al ver mi esfuerzo, ellos aprenden que su bienestar no está atado a mis heridas.
Ser madre es, para mí, aprender a soltar las expectativas. No moldear, sino acompañar. No decidir, sino observar. Mariángela y León no son míos. Son del mundo, de su historia, de su destino. Yo sólo fui elegida para sembrar, para cuidar, para amar.
A mi madre, le agradezco todo lo que dio desde su comprensión del amor. Hoy entiendo sus silencios, sus maneras, sus miedos. La reconozco como pionera en un mundo que no estaba listo para mujeres ingenieras, para mujeres tan fuertes. Le agradezco su apoyo incondicional, y también le pido perdón por mis juicios, por las exigencias que le hice desde mis heridas.
A mi hija, le digo que su llegada fue la semilla de mi despertar. Que verla crecer es una de mis mayores bendiciones. Que aunque no quise imaginar cómo sería, al verla, supe que la había soñado. Y que se parece exactamente a ese sueño.
A mi hijo, le digo que su existencia me reconcilia con el mundo. Que me ha enseñado a mirar desde otro ángulo, a cuidar de lo masculino sin aplastarlo. Que me ha dado la oportunidad de amar más amplio, más libre.
Y a todas las mujeres que son madres, que están por serlo, o que están decidiendo si ese camino es para ellas: escúchense. Dense permiso de maternar desde la consciencia, no desde la culpa. Críen a sus hijos como personas completas, con respeto y honestidad. Pidan ayuda. No lo hagan solas. La maternidad no tiene por qué doler tanto, ni aislar tanto. No estamos hechas de acero. Estamos hechas de carne, de sangre, de sueños, de cansancio. Somos humanas, y eso es sagrado.
Maternar, al final, no es sólo cuidar a otro. Es aprender a cuidarse. Es amar, pero también poner límites. Es guiar, pero también dejar ir.
Es rendirse, y al mismo tiempo, resurgir.
Marcela Ferriño.